“EL SEÑOR HA RESUCITADO,
VERDADERAMENTE HA RESUCITADO”
Pbro. Dr. Horacio R. Carrero C.
Prof. del Seminario San Buenaventura
Mérida-Venezuela
Se ha vivido una semana intensa; han sido muchas las maneras de vivenciar fervorosamente el
acontecimiento más característico de la Semana Santa: pasión, muerte y
resurrección de Cristo. Hoy, tanto en la Palabra como en la Liturgia, Cristo es
el centro luminoso, su resplandor esclarece la mirada de la mente y del corazón
para reconocerle justamente como Camino, Verdad y Vida (cfr. Jn. 14, 6). El
hombre está arrojado en un universo para nada incomprensible y extraño a su
existencia (cfr. Gn. 22, 13). Si así fuese, la tarea divina, —la creación—,
sería ajena al socorro del ser humano, pero es un todo armónico y bosquejado
según el querer de Dios (cfr. Gn. 1, 31), y Él desea para el hombre lo que
mejor se armonice a su vida. La creación en absoluto se cierra al auxilio del
ser humano; mas él, ¿cómo la favorece? El dominio permitido por iniciativa
divina (cfr. Gn. 1, 28), nunca debe acomodarse a un capricho de desprecio y de
consumo desmedido (cfr. Is. 55, 2), pues tal capricho puede llegar al punto de
parangonarse a la tentación por la que se obligaba al mismo Cristo, —arrancarle
el milagro de liberarse del tormento—, para que probase su divinidad (cfr. Mt.
27, 40), sin advertir que tal milagro estaba desenvolviéndolo cordialmente:
amor a la humanidad (cfr. Jn. 13, 12-15), perdón, y sincero reconocimiento de
su divinidad en tan desolador momento, incluso por alguien desconocido (cfr. Mc.
15, 39).
La sensatez humana reconoce en el
sacrificio de Cristo, el amor desinteresado con el que las cosas no solamente
se usan y luego se desechan (cfr. Lc. 22, 35); ciertamente amparan a la
creatura humana, y de tal modo, aun siendo cosas, se agradece a quien a través de ellas permite saborear
la excelencia de un bien superior (cfr. Sal. 115, 3). La persona no es una
simple cosa. No puede ni debe mercantilizarse. Dios creó la estructura
organizada del cuerpo humano, para a través de sí comunicarse con el entorno
que le rodea. Por supuesto, dicha estructura posee la aptitud, —así lo quiso
Dios—, de no trocarse cual cosa cualquiera. Cristo asumió esa estructura
organizada; y aunque el hombre, cuerpo-espíritu, fue moldeado voluntariamente
por Dios (cfr. Gn. 2, 7), Cristo al tener un cuerpo, jamás lo usó para alterar
su normal desarrollo, sino para mostrarle al hombre que, aun padeciendo en él
la prueba del sacrificio y del dolor, concisamente en él va alzándose la
magnanimidad de los valores espirituales; él lo recalcó apaciblemente: «Padre,
perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc. 23, 24). El Evangelio se refiere
al cuerpo de una manera muy real (cfr. Jn. 19, 40). No le desprecia. El
evangelista permite aclarar que en el cuerpo humano de Cristo se ha delineado
una teología encarnada. Él es Dios. Su cuerpo ha permitido, cual ventana, que
Dios asomase su rostro misericordioso a la humanidad (cfr. Is. 54, 8). Depositaron
su cuerpo en el sepulcro, y luego Él resucita. Resucita el Cristo total (cfr.
Lc. 24, 2-7). El Cristo que no simplemente posee una organización
psico-orgánica, sino el Cristo íntegro, que, levantándose del sepulcro, a su
vez levanta al ser humano, para indicarle con su resurrección, que ninguna
cosa, aun sirviéndole como a él el sepulcro (cfr. Lc. 22, 53), que ninguna
persona, como quienes pusieron a prueba su poder salvador (cfr. Mt 27, 42-43),
puede mantenerlo postrado a su dominio. El dominio que sujeta al hombre con
pulcritud lo mostró espléndidamente Cristo: cumplir la voluntad del Padre (cfr.
Lc. 22, 42); para de este modo llamar con constancia a la victoria de su
resurrección con las palabras del salmista, «devuélveme la alegría de tu
salvación, afiánzame con espíritu generoso» (Sal. 50, 14).
Felices pascuas de resurrección.