Smta. Juan Araujo
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El Papa Francisco nos ha invitado a vivir la alegría del amor, en medio de nuestras familias las cuales son también el jubileo de la Iglesia. Nos afirma con claridad que es necesario salir de la infecunda contraposición entre la ansiedad de cambio y la aplicación pura y simple de las normas abstractas.
Su santidad Francisco escribe; “la Biblia, está poblada de familias, de generaciones, de historias de amor y de crisis familiares” (2016, p. 09). Es a partir de este punto donde se comienza el camino de iluminación de la experiencia del amor familiar dentro de la Sagrada Escritura.
Por medio de este apartado el Papa nos explica el papel que debe desempeñar la pareja principal del hogar; es decir, el padre y la madre.
En el centro de nuestras familias encontramos la pareja del padre y la madre con toda su historia de amor. En ellos se realiza aquel designio primordial que Cristo mismo evoca con intensidad: “¿No hemos leído que el Creador en el principio los creó hombre y mujer?” (Mt 19,4). Este relato retoma el mandato del Génesis: “Por eso abandonará el hombre a su padre y madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne” (2, 24).
Podemos observar cómo los dos primeros capítulos del Libro del Génesis nos ofrecen una representación de la pareja humana en su realidad y en su totalidad fundamental. Es poder experimentar la creación del ser humano dentro de los planes divinos, “Dios creó, varón y mujer los creó” (Gen 1,27). Es sorprendente cómo Dios crea al hombre a su imagen y semejanza con el único objetivo de que sea feliz.
Por tanto “la familia no es pues algo ajeno a la misma esencia divina” (Juan Pablo II, 1979). Es decir, cada familia debe estar cimentada en el respeto, el diálogo, la confianza y de ahí surge el amor, el cual es la base fundamental de la unión matrimonial no solamente en su dimensión sexual y corpórea sino también en su donación voluntaria de amor. El fruto de esta unión es “ser una sola carne”, sea en el abrazo físico, sea en la unión de los corazones y de las vidas, y quizás, en el hijo que nacerá de los dos y el cual los unirá no solo genéticamente sino también espiritualmente.
Los hijos deben ser visto como “renuevos de olivo” (sal 128,3) es decir, llenos de alegría, de energía y de vitalidad. Si los padres son como los fundamentos de la casa, los hijos son como las piedras vivas de la familia (cf. 1P2, 5).
El Papa dice que “los padres tienen el deber de cumplir con seriedad su misión educadora, como enseñan a menudo los sabios bíblicos” (Francisco, 2016) además nos recuerda que los Hijos están llamados a acoger y practicar el mandamiento “Honra a tu Padre y a tu madre” (Ex 20, 12); es decir, dar cumplimiento de los compromisos familiares y sociales en su plenitud. En efecto, el que honra a su padre expía sus pecados, el que respeta a su madre acumula tesoros (Si 3,3-4).
Dentro del Evangelio también se nos recuerda que los hijos no son una propiedad de la familia, sino que tienen por delante su propio camino de vida. Y como ejemplo tenemos al mismo Jesús el cual se presenta como modelo de obediencia y respeto a sus padres terrenales (Cf. Lc 2,51). Y será esa familia la que tiene la responsabilidad de formarlo como un hombre de bien y que esté al servicio de los demás, aunque es el Hijo de Dios, se somete a ser educado y formado por su familia.
Por tanto, la familia no es un ideal abstracto sino un “trabajo artesanal” que se expresa con ternura pero que se ha confrontado también con el pecado desde el inicio, cuando la relación de amor se transforma en dominio. Es por ello, que la Palabra de Dios no se muestra como una secuencia de tesis abstracta, sino como una compañera de viaje también para las familias que están en crisis o en medio de algún dolor, y les muestra la meta del camino, y la felicidad en plenitud.
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