ANATILIA
SOSA DE ROJAS
Mons. Baltazar Enrique Porras Cardozo
Su Excelencia, Arzobispo de Mérida - Venezuela
Hace apenas unas dos semanas, los
sacerdotes y seminaristas merideños llenaron las redes pidiendo oraciones y
ayuda para la señora Anatilia, pues se encontraba hospitalizada en el HULA por
un voraz cáncer de páncreas que la llevó a la tumba el martes 26 de abril. Con
apenas 53 años de edad, pues había nacido el 4 de noviembre de 1962 en la aldea
Hato Viejo de Aricagua, donde bebió de la tradición cristiana de sus padres y
vecinos.
Su cara era conocida de todos porque
su participación en las celebraciones de la arquidiócesis como su membresía en
la Cofradía del Santísimo y en los Cursillos de Cristiandad, la convertían en
persona que no podía estar nunca ausente. Cariñosamente, le decían que era como
el arroz blanco que no podía faltar nunca en la comida, cuando lo había, porque
hoy es otra cosa; los muchachos del Seminario se encargaron también de ponerle
el sobrenombre de “espíritu santo”, porque aparecía en todas partes. Sin bulla,
ni protagonismos, ni exigencias de ningún tipo, se las arreglaba para
participar en las ordenaciones diaconales y sacerdotales; al igual que para
estar en los muchos actos de la Cofradía del Santísimo, de los Cursillos de
Cristiandad o de los servidores del altar.
Mujer humilde y trabajadora, pagaba
suplente en la escuela donde trabajaba para no perderse participar en las
fiestas religiosas. Nunca pedía nada, como no fuera la estampa, folleto o
recuerdo de cada acto. Con una sonrisa suave, con palabras en tono menor,
traslucía la alegría de ser una contemplativa. Su gozo era inmenso y le llenaba
la vida. Lo compartía con su esposo e hijos que la secundaban en sus andanzas.
En San Jacinto del Chama donde vivía era una de las colaboradoras de los
párrocos, sobre todo del Padre José Juan a quien admiraba y quería. Varias
veces me pidió que no lo dejara en el Seminario sino que lo volviera a mandar a
San Jacinto.
El mejor testimonio de la estima y
admiración que tenía su persona, fue su última enfermedad, de la que nunca se
quejó ni le impidió seguir su vida normal, como la manifestación popular y
populosa de su velorio. Contó con la participación de más de veinte sacerdotes,
del Seminario en pleno y de numerosos paisanos y amigos; presidió la eucaristía
exequial Mons. Juan de Dios Peña quien la recibía gustoso y la llamaba por su
sobrenombre que ella aceptaba con agrado, en sus asiduas visitas al Seminario
San Buenaventura.
En la vida cotidiana hace falta
valorar personas como ella. Su vocación cristiana en el hogar y aldea, las
enseñanzas que recibió de las Hermanas Dominicas y Salesianas con las que
estudió, su desprendimiento de todo lo material, su alegría que contagiaba, son
el mejor ejemplo del valor superior de lo espiritual y motor de su vida.
Predicó más con el testimonio de sus gestos que con las palabras. Seguro que el
buen Jesús y María Santísima la recibieron con bombos y platillos en la
presencia del Padre Celestial. Los muchachos ya la invocan como Anatilia santa,
ruega por nosotros.
25.- 30-4-16 (3044)
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